domingo, 20 de junio de 2010

Saramago y Monsiváis

A veces el dolor es grande y sólo el silencio alcanza para decirlo. Pero ni a Saramago ni a Monsiváis les hubiera gustado que su despedida fuera callada; si algo nos mostraron y demostraron fue que el silencio sólo es de los cobardes.

Dos pérdidas de semejante magnitud no parecen justas. Ahora tendremos que aprender a vivir sin sus palabras nuevas, aunque nos queda el consuelo de su obra, de su visión y de su inteligencia.

De Saramago nos queda esa obsesión de llevar cualquier anécdota al límite, de pensar en absolutamente todas las consecuencias de nuestros actos, de cómo incide en la realidad la decisión, por mínima que sea, de cualquier persona. Por supuesto, todo contado de la manera más inteligente posible. Nos queda su solidaridad con las causas justas, la necesidad de estar en el lado correcto de cualquier guerra. Su enseñanza es invaluable. Siempre predicó con el ejemplo y con una sencillez y humildad que sólo pueden tener los realmente grandes.

De Monsiváis nos queda su humor inteligentemente ácido, su visión aguda para desentrañar realidades, su inefable ubicuidad: se le podía ver lo mismo opinando sobre la actualidad política y ese mismo día en un concierto popular de cualquier grupo. Igual era una autoridad respetada en opiniones altamente culturales que apareciendo en videos musicales de cantantes de moda. Su memoria era prodigiosa (en verdad) y en cualquier debate podía referir fechas, lugares, personas que dejaban perplejo a su inocente oponente (ante él, cualquiera lo era). Siempre salía airoso de cualquier polémica, independientemente del tema, pues no tenía temas vedados u ocultos, a todo "le entraba" con conocimientos asombrosos.

Estaremos, inevitablemente, en una doble orfandad intelectual.

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